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CAGLIOSTRO, MÉDICO, ALQUIMISTA Y OCULTISTA


En el siglo XVIII, en el siglo de la Enciclopedia y del escepticismo religioso, floreció en Francia el famoso Cagliostro, el rival de Mesmer, del cual se diferenciaba porque sin pases magnéticos, varilla mágica, ni aparato de ninguna clase, curaba a los enfermos solo tocándolos. Como si esto no bastase para labrar en todas partes su popularidad, hacia espléndidas limosnas a los enfermos pobres después de curar sus dolencias, sin tomarse el trabajo de revelar el origen de su opulencia, ni mucho menos el de discutir con los mantenedores de la ciencia oficial la virtud de su sistema.

Como Alejandro de Paflagonia, estaba dotado Cagliostro de aquella expresiva fisonomía y aquel bizarro y majestuoso continente, que fascinan a las muchedumbres y cautivan la voluntad de los discretos, lo cual unido a su proverbial largueza fue causa de que muy pronto se le convirtiese en un tipo fantástico, diciéndose que poseía a fondo todas las ciencias humanas y en especial el arte cabalístico, que le había puesto en posesión de la piedra filosofal. Hasta Luis XVI que se reía a mandíbula batiente de las imposturas de Mesmer, puso a cubierto de todo ataque la persona y reputación de Cagliostro, declarando reo de lesa majestad al que osase injuriarle o hacerle algún daño. AI decir de sus admiradores, este hombre singular poseía todas las lenguas, el elixir de la inmortalidad, una elocuencia arrebatadora y hasta el don de resucitar los muertos.
 

Cagliostro pretendía haber hecho grandes viajes por Asia, África y Europa y los relataba con una riqueza de pormenores que revelaban la exactitud de su aserto, o cuando menos una vastísima erudición. En Rusia fue generosamente protegido por Catalina II y por su valido el ministro Potemkin, trasladándose después a Estrasburgo, en donde era esperado como un personaje misterioso y sobrenatural a quien atribuían muchos las milagrosas virtudes de la santidad y no pocos la maligna influencia del arte diabólico. Esta versión parecía destituida de fundamento por las palabras del mismo Cagliostro que declaraba haber recibido del cielo la misión de restaurar el Catolicismo y se jactaba de tener frecuentes conferencias con los ángeles.

Sea como fuere, su entrada en la capital de la Alsacia, en medio de un ejército de lacayos cubiertos de lujosas libreas y al lado de su joven esposa, la bellísima Serafina, fue un verdadero triunfo. Le llevaron inmediatamente a una gran sala donde le estaban esperando los enfermos que le habían preparado sus emisarios, dejando los más graves en sus casas para que en ellas les visitase el sublime doctor.

 
Cuentan las crónicas que a todos los curó, a unos con la simple imposición de las manos, a otros dándoles algunas monedas, a varios dirigiéndoles consoladoras palabras y a los demás propinándoles su famosa panacea, cuya composición no logró jamás averiguarse. No necesitamos encarecer el entusiasmo que estos hechos debían producir en la muchedumbre.

Más arriba hemos citado a Alejandro de Paflagonia y en verdad que Cagliostro tenia con él más de un punto de semejanza. En sus grandes sesiones a las cuales solía asistir lo más calificado e ilustre de la sociedad, le servían de intermediarios (o médiums) un niño o una niña a los cuales llamaba sus palomas y que después de perfumados y cubiertos de blancas túnicas pronunciaban ante una botella de agua la fórmula mágica que debía evocar los ángeles, los cuales ya respondían directamente a sus preguntas, ya escribían en el agua su contestación, solo visible para las afortunadas palomas. Cagliostro se presentaba en estas ocasiones vestido de mago egipcio, cubierto de pedrerías y seguido de dos servidores disfrazados de esclavos egipcios también y la asamblea tenia el derecho de dirigirle toda suerte de preguntas, lo mismo acerca de lo venidero que tocante a las personas ausentes, siendo de notar que todos se hacían lenguas de la prodigiosa exactitud de las contestaciones alcanzadas.

Se deja comprender que todo esto, unido a la fama de su inagotable riqueza, que empleaba en obras de caridad, no podía menos de granjearle el aplauso y la admiración de las gentes. En efecto, los hombres más notables de la época por su elevada posición social o por sus vastos conocimientos solicitaron la amistad del nuevo taumaturgo y se declararon sus fervientes admiradores.

Tres años estuvo Cagliostro en Estrasburgo, de donde partió a mediados de 1783, dirigiéndose a Italia y poco después a Burdeos, en donde la autoridad hubo de poner coto al entusiasmo de la muchedumbre que acudía en tropel a confiarle sus problemas y a pedirle el remedio de sus dolencias. De allí pasó a Lion y tres meses después a París, en donde hizo su entrada en 30 de enero de 1785.

En esta capital estaba en su apogeo el furor por el magnetismo y Cagliostro comprendió que debía buscar su popularidad en un terreno distinto del de la magia terapéutica, por lo cual se dedicó a la evocación de las sombras de los vivos y los muertos en frascos de agua y en espejos y a otros prodigios no menos sorprendentes que llenaron a la capital de asombro y de entusiasmo. Todos citaban sus palabras y sus hechos; todos ponderaban su saber y sus virtudes; los caballeros llevaban su retrato en la caja de tabaco, las damas lo ostentaban en sus abanicos. Cagliostro usó y abusó sin reparo de esta inmensa popularidad.

Las Memorias de la época refieren que habiéndole pedido seis grandes personajes si les seria posible evocar a otros seis ilustres difuntos, dio una cena a la cual asistieron en cuerpo y alma el duque de Choiseul, Voltaire, d' Alembert, Diderot, el abate de Voisenon y Montesquieu, contestando con suma oportunidad y gracia cuantas preguntas les hicieron.

Este hecho metió tanto ruido que las damas de la corte, novelescas y curiosas y no queriendo ser menos que sus maridos en el goce de tan fantásticos espectáculos, fueron a encontrar a Serafina y a fuerza de ruegos y de mucho oro consiguieron ser admitidas al trato de los muertos. Según malas lenguas, esas iniciaciones distaron mucho de corresponder a la rígida moral tan decantada por el gran copto que pretendía regenerar la francmasonería con la introducción de las máximas y los ritos egipcios, pues dieron lugar a escenas de libertinaje que recordaban los Misterios de la Gran Madre y en los cuales la lubricidad aristocrática de las damas parisienses se recreaba en el comercio de los vivos, echando en olvido los marchitos laureles de los difuntos.

Entretanto Cagliostro visitaba a algunos menesterosos dejándoles abundantes limosnas con el producto de las visitas que a fuerza de muchos ruegos se dignaba hacer a los ricos. Así tuvo la fortuna de salvar la existencia del príncipe de Soubise, hermano del cardenal de Rohan, desahuciado por los médicos y al cual devolvió la salud en 48 horas. Esta curación, que se tuvo por milagrosa, hizo tanto estrépito, que la corte felicitó a Cagliostro como al hombre más grande de la época y poetas y artistas celebraron su divino talento, inmortalizándolo en sus versos, lienzos y esculturas.

Como el conde de Saint-Germain, sabia Cagliostro hacer remontar su nacimiento hasta las más remotas edades, merced a su prodigiosa memoria y a los recursos de su fertilísima imaginación.

Esta audacia, posible tan solo en una sociedad fanatizada por el prestigio de muchos fenómenos calificados de maravillosos, contribuyó a abrirle todas las puertas, incluidas las del real alcázar. Se cuenta a este propósito que María Antonieta, picada la curiosidad por los sorprendentes relatos que le hablan hecho de ese hombre extraordinario, quiso que se lo presentaran, acto que se efectuó en el delicioso Salón de música que domina uno de los lagos del pequeño Trianon.
 
La tarde era oscura y tempestuosa, los relámpagos surcaban incesantemente los negros vapores que iban amontonándose sobre el alcázar y los parques de Versalles, el rugido del trueno retumbaba en el valle, aproximándose por instantes; los músicos hablan dejado sus instrumentos; las damas que acompañaban a la reina estaban muy impresionadas por la aproximación de la tempestad y por el creado ambiente sobrenatural.
 
La reina se adelantó amable y risueña y después de algunas frases de bienvenida, le presentó su hermosa mano y recordándole su profundo saber en el arte de la quiromancia le pidió su horóscopo. Cagliostro cogió reverentemente la diestra de la soberana, examinó las líneas de la palma y se demudó de súbito cual si acabase de ver un espectro. Se alarmaron todas y la reina, deseosa de oír a todo trance su sentencia, ordenó al adivino que le manifestase sin rebozo la causa de su turbación.

Entonces Cagliostro respondió con triste acento:
 
—Señora, Dios sobretodo, pero mi humilde ciencia me dice que estáis destinada ti perecer de muerte violenta.

Aquí se nos ocurre preguntar: ¿quién hacia el vaticinio: el agorero o el francmasón?

Porque no hay que echar en olvido el importantísimo papel que desempeñaron las sociedades secretas en la Revolución francesa.

Tal fue, según la leyenda popular, el comienzo de las relaciones entre la familia real de Francia y Cagliostro.
 
 

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