Érase una vez un ladrón singularmente malo y cruel. Los textos antiguos no nos revelan su nombre. Se sabe que vivió en el período Heian (794-1185), durante el reinado del sabio emperador Go-Sanjo Tenno, poco después del ario mil.
Su historia recuerda la de Jean Vahean, el héroe de la novela de Victor Hugo Los Miserables. Recordarás el episodio en el que Jean Valjean, evadido de presidio, es acogido bondadosamente por Monseñor Myriel, obispo de Digne. Por la mañana, Jean Vahean huye llevándose una fuente de plata y dos candelabros. Detenido por los gendarmes, es llevado a rastras ante el obispo, y el ladrón con estupefacción le oye declarar:
«Este hombre no ha robado, yo le he ofrecido esta fuente de plata y estos dos candelabros, dejadle ir en paz».
Entonces... una lucecita se enciende en el alma endurecida del presidiario, una lucecita que transformará su vida.
En el cuento zen, el ladrón es un salteador de caminos que no teme rey ni roque y que, a diferencia de Jean Val-jean, ha robado algo más que un pan. Pero ambas historias son gemelas.
En aquella época vivía en los alrededores de Heian-Kyo, en un templo perdido en el bosque, un monje conocido por su gran sabiduría, llamado Shichiri Kojun.
Aquella noche, el santo varón estaba solo. Recitaba sutras a los pies de una estatua de Buddha. De pronto, la puerta del templo se abre de golpe.
En aquella época vivía en los alrededores de Heian-Kyo, en un templo perdido en el bosque, un monje conocido por su gran sabiduría, llamado Shichiri Kojun.
Aquella noche, el santo varón estaba solo. Recitaba sutras a los pies de una estatua de Buddha. De pronto, la puerta del templo se abre de golpe.